Un hombre libre

Zureo nació como un esclavo, al igual que su padre, el padre de su padre, e innumerables padres antes que él, en la tierra de Turia. Aquella tierra inhóspita estaba regida por los abominables mahro’k, un pueblo que se valía de los débiles y efímeros humanos para las labores más productivas —en contraposición al uso de la magia, tan común en los reinos aledaños, que llevaba prohibida eones en Turia—, mientras ellos se centraban desarrollar sus propias concepciones de arte, filosofía, música y legislación.

Los humanos como Zureo, considerados poco más que autómatas inmundos, eran criados usando tecnologías genéticas y metodologías educativas que los convertían en trabajadores excepcionales. La generación de Zureo, concretamente, había sido un éxito sin precedentes en la producción de esclavos competentes, lo que supuso aún mayores avances en la calidad de vida de los mahro’k, para desgracia del propio Zureo, que no comprendía el terrible sentido del humor del universo al ponerlo en una situación tan desagradable.

Cuando hablaba con otros esclavos del tema, muchos de ellos lo tomaban por loco. En otras regiones, los esclavos eran tratados de formas mucho peores, y aunque ellos carecieran de los lujos que los mahro’k disfrutaban, tampoco los querían, pues al fin y al cabo sus necesidades estaban cubiertas.

Estas discrepancias supusieron el aislamiento de Zureo, quien despreciaba a sus iguales por su falta de imaginación y ambición, y a sus superiores por destinarlo a una vida insulsa y carente de sentido.

Un día, a modo de rebelión, decidió robar un libro de la biblioteca privada de su dueño legal —pues aunque los esclavos servían al Estado de Turia, ellos pertenecían legalmente a un único señor, quien era el responsable último del humano—. No es que aquellos libros fueran objeto una pesada vigilancia, ya que los humanos rara vez mostraban interés en los asuntos de los mahro’k, pero esas delicias estaban reservadas a los cerebros superiores que no se rebajaban a hacer el trabajo sucio y que cultivaban una sensibilidad ininteligible para los humanos.

Lo que había comenzado como una pequeña travesura trasladó a Zureo a una nueva dimensión de la comprensión del mundo. Conceptos como la libertad, el amor y el destino, tratados por medio de las más originales peripecias y aderezados con dibujos y grabados de inconcebible belleza, inimaginable para él hasta entonces debido a su limitada mente de prisionero, se quedaron para siempre fosilizados y admirados en su memoria.

Desde entonces, siempre que podía, se hacía con algún ejemplar de la literatura mahro’kesa, o escuchaba a hurtadillas los habituales recitales de poesía que se presentaban en la calle, o admiraba los cuadros y esculturas que poblaban las instituciones y jardines de aquellos lugares donde debía realizar sus labores, y a los que de otra forma nunca hubiera tenido acceso.

Gracias a un cerebro bien dotado, y mejor entrenado, Zureo devoraba todos aquellos estímulos en tiempos imposibles, empapándose de los sistemas de ideas por los que se regían los mahro’k y retorciendo aquellas ideas hasta transformarlas en herramientas que él pudiera usar. De esta forma, Zureo comenzó a ampliar el ámbito de sus actos de rebeldía basándose en los razonamientos adquiridos durante sus inmersiones poéticas: emprender una correspondencia activa bajo pseudónimo con diferentes filósofos y artistas, más o menos reconocidos; iniciar fugaces, pero apasionadas, aventuras eróticas, tanto con humanas como con mahro’kesas; buscar peleas de forma habitual donde infligir y recibir dolor… Todas aquellas actividades estaban prohibidas a los humanos, y se penaban con la muerte, pero el esclavo era astuto y evitaba el peligro como el que esquiva una molesta rama del camino.

No obstante, la afición por los placeres mundanos y vacíos cesó pronto, y las ideas más grandilocuentes empezaron a hacer mella en él, destacando la de libertad, la cual lo desvelaba por las noches y le valió más de una amonestación al desatender sus labores.

Durante su etapa hedonista siempre trató de ejercer aquel derecho del que jamás había dispuesto, pero no tardó en descubrir que aquellas travesuras difícilmente podrían ser considerados actos de libertad. Siguiendo esta línea, el joven, de diecinueve años en aquel momento, consagró todo su tiempo de descanso y la totalidad de su ingenio durante algo más de un año a elaborar un plan de escape de Turia que le proporcionara aquella libertad esquiva que tan dulce se le hacía en la distancia.

Por medio del estudio de las costumbres de los vigilantes y gracias al uso selectivo de otros compañeros humanos a los que convenció de que la huida era lo más digno, Zureo logró dejar atrás la ciudadela y viajar lejos de la prisión en la que había nacido, disfrazado de comerciante.

Los primeros meses fueron duros, repletos de hurtos y otros delitos menores, hacia los cuales fue perdiendo paulatinamente su aversión natural hasta llegar a incorporarlos en su rutina diaria. Incluso cuando consiguió un trabajo legal, solía deslizarse junto a la noche por distintas propiedades ajenas donde adquirir los materiales que necesitaba para proseguir con sus objetivos, pues liberarse de su estado de esclavo no era más que el paso inicial, un prerrequisito indispensable para alcanzar un futuro que aún se le hacía borroso, pero que le prometía los más preciados tesoros que un hombre pudiera ansiar, y que —había decidido— le pertenecían por derecho al ser superior a los hombres que veía a su alrededor, teniendo sólo que alargar el brazo y cogerlos.

Durante la primera etapa de su libertad, los trabajos que obtenía eran demoledores, mucho más que en su tierra natal, sin apenas componentes intelectuales y por un salario irrisorio. La comida era peor y la conversación de sus compañeros no resultaba estimulante. No obstante, nada de esto sorprendió a Zureo, quien ya había preparado su mente para el esfuerzo que supondría la vida en el exterior, y que no perdía su tiempo libre holgazaneando como sus compañeros. Los nuevos tiempos requieren de nuevos planes, y aquella ocasión requería medidas inéditas en la vida del joven. Tuvo que aprender a simular simpatía por sus compañeros, pues eran los únicos a los que podía manipular, y al contrario que el resto de esclavos que huyeron con él, esta vez necesitaba algo más que meras distracciones. Así, Zureo se hizo con un pequeño grupo de asalariados descontentos y ambiciosos, incompetentes de forma individual pero muy valiosos en conjunto —y más cuando los formó para las tareas que tenía pensadas para ellos— junto a los que empezó a dar pequeños golpes a negocios locales y transeúntes adinerados.

En poco tiempo, el grupo de Zureo se hizo con un considerable capital, con el que pudieron comenzar negocios legítimos, aunque, por supuesto, acompañados de prácticas abusivas hacia sus competidores y algunos clientes. No tardaron en constituirse como un grupo criminal que movía los hilos de Baran, la ciudad en la que se habían unido, donde eran temidos por todos. Sin embargo, no era el deseo de Zureo arruinar ni dificultar las vidas de los ciudadanos de Baran, ni siquiera destruir el statu quo de la ciudad, por lo que, una vez establecido su dominio comercial y político, aseguró sus posiciones y las de algunos hombres de confianza para que la ciudad siguiera su rumbo anterior, siendo la única diferencia las manos que llevaban las riendas.

Llegado a ese punto, Zureo, quien ya superaba con creces la treintena, había logrado una posición más que acomodada. Disponía del dinero, la fuerza y los recursos humanos para llevar a cabo cualquiera de sus deseos materiales. Incluso podía cambiar las leyes a su antojo, lo que le permitió tomar varias esposas, algunas de ellas casadas previamente. No obstante, todos esos divertimientos superficiales cansaron rápido al tirano. Baran había sido útil, pero no dejaba de ser un lugar pequeño repleto de gentes insignificantes. Sin mayor demora, Zureo planificó una serie de viajes a lo largo del mundo, acompañado de una comitiva y de extravagantes lujos, con el objetivo de obtener mayor conocimiento y alcanzar nuevas sensaciones y horizontes.

Durante sus viajes contempló visiones de belleza inefable, como los picos nevados de las regiones Ibóneas, las magníficas actuaciones de los magos circenses de Polnaria, o la majestuosidad del volcán de Jaz, cuyos vapores únicos producían sinfonías de colores y poseían propiedades fantásticas, con efectos en el cuerpo humano que podían ir de curar unas fiebres a desarrollar la mente por medio de viajes astrales. 

Todas estas experiencias le hicieron darse cuenta de que la acumulación de bienes inútiles como las joyas o los sirvientes lo habían convertido de nuevo en un esclavo, por lo que una noche, aprovechando que se celebraba una fiesta con multitud de invitados y al amparo de las tinieblas, Zureo dejó atrás a sus guardias, sirvientes, mujeres e hijos para emprender su viaje en solitario. En esa nueva fase decidió centrarse en la búsqueda del conocimiento, elemento clave a la hora de liberarse de sus ataduras, por lo que visitó todas las bibliotecas de renombre, todas las cortes de los reyes intelectuales del este y a los sabios, científicos y filósofos más influyentes. Su gran capacidad de aprendizaje, su erudición previa y su memoria dejaron anonadados a todos sus anfitriones, aunque en algunos casos se mostraban recelosos a la hora de compartir ciertos conocimientos ancestrales.

Según avanzaba su investigación, más recónditos se volvían los lugares donde hallar respuestas, llegando al punto de tener que ingresar en grupos ocultos y sectarios, habituales de los ritos más singulares y abominables. En más de una ocasión sufrió ataques e intentos de secuestro, ya fuera por indagar más de la cuenta o por la mala suerte de estar en el lugar incorrecto en el peor momento, pero al final siempre salió indemne. Sin embargo, estas experiencias lo escarmentaron, por lo que agregó mayor prioridad a sus estudios de ocultismo y magia, en la que ya poseía cierto dominio básico —pues en todos los reinos existían grupos dedicados a la hechicería en mayor o menor grado, aunque fuera de las ciudadelas mágicas se solían limitar a humildes conjuros curativos o de fertilidad—, pero en cuanto aprovechó sus nuevas conexiones en las redes de conocimiento pudo fortalecer todas sus habilidades por medio de grimorios prohibidos o practicando con poderosos hechiceros. 

Tras observar las maravillas de la magia, decidió consagrar todas sus energías en mejorar sus habilidades sobrenaturales. En cuanto fue capaz de mover objetos pequeños con la mente o preparar tónicos que transfiguraban temporalmente su rostro —todo ello a cambio de sacrificar parte de su salud y cordura en extenuantes entrenamientos—, tomó la determinación de que, al igual que había logrado transgredir las leyes humanas, haría lo propio con las leyes naturales, pues jamás lograría acceder a una libertad plena si se encontraba a merced de estúpidas fuerzas físicas tales como la gravedad o la termodinámica. Para ello necesitaría encontrar a los mejores maestros, y esos no podían ser otros que los altos hechiceros.

Los grandes usuarios de magia se suelen recluir en lugares aislados, en parte para dedicar su vida al estudio sin ser molestados y en parte por su misantropía natural, pero son agradecidos con las mentes capaces de seguir su ritmo, y Zureo demostró ser un gran conversador además de un espléndido aprendiz. Con todos aquellos hombres —más cercanos a dioses que a hombres— compartía las historias de sus orígenes y de sus viajes, y también debatían sobre diferentes ideas políticas, científicas o mágicas.

Pero siempre hay quien teme ante todo un nuevo rival, por lo que algunos magos poderosos —no excepcionales—, aglutinados en gremios, decidieron interponerse en el camino de Zureo al no reconocerlo como un igual, tachándolo de intruso. Así, un grupo numeroso de estos magos lo emboscó en un camino desierto. «Zureo Amishal —habló alto el portavoz—, como hereje y usuario mágico no autorizado, quedas condenado a muerte en este mismo instante». Todos prepararon sus hechizos, algunos con extrañas coreografías que canalizaban la energía del ambiente, otros lanzando rayos, ondas o bolas de fuego. Todo fue inútil, pues tras los ataques, la figura de Zureo seguía firme e intacta frente a ellos. Sin embargo, una risa surgió a sus espaldas, por lo que todos se volvieron para contemplar a un segundo Zureo. «Muy bien, estultos. Seréis los primeros en presenciar el fruto de mis estudios». Y menos de un segundo después, todos los hechiceros quedaron envueltos en un área mágica. Uno a uno fueron desmayándose mientras el rostro de Zureo iba mostrando muecas de dolor cada vez más acusadas. Cuando cayeron todos, Zureo estuvo a punto de desvanecerse también, pero hizo acopio de toda su determinación para mantenerse consciente.

«Ahora conozco los secretos que tan fervientemente ocultabais, aunque es más doloroso de lo que pensaba» —confesó al grupo inconsciente de magos, tras lo cual chasqueó los dedos y una ingente llamarada engulló a los pobres desgraciados.

Con el hechizo para robar conocimientos había logrado un gran avance en su objetivo de trascender las leyes naturales, pero el coste de usarlo era demasiado elevado como para que su cuerpo lo soportara. Cada vez que lo usaba sufría terribles ataques y espasmos. Su pelo encaneció repentinamente y una terrible cojera lo obligó a utilizar un bastón. 

Lo que en un principio pensaba que sería la llave para obtener la libertad absoluta lo había dejado impedido. Este motivo lo llevó a cambiar de estrategia. Recuperaría su dominio en Baran y utilizaría recursos humanos para proveerse de lo necesario para proseguir su plan.

De esta forma recorrió el medio mundo que lo separaba de su antiguo y pequeño reino, lo que no supuso un gran esfuerzo para sus poderes, a pesar de su condición que lo dejaba presa del dolor en momentos determinados —sobre todo en días de lluvia y noche con luna llena— y vulnerable ante posibles ataques. De hecho, durante su regreso sufrió un par de agresiones más de magos descontentos en medio de uno de esos episodios nerviosos —que era cuando su magia se debilitaba y perdía el control sobre sus barreras y sortilegios para mantenerse oculto—, pero por suerte eran aún más débiles que el grupo de la primera emboscada, por lo que los eliminó a todos sin problemas.

Cuando regresó a Baran no tuvo ningún impedimento para recuperar el mando, pues allí no residían magos que merecieran tal nombre. No tardó en crear una fortaleza inexpugnable gracias sus poderes psíquicos, que transmitían las órdenes directamente a la consciencia del individuo, sin necesidad de ser interpretadas. De esta forma, mientras él se recluía en sus habitaciones, desarrollando compuestos y preparados para tratar sus dolencias, grupos armados de soldados, protegidos y formados en términos mágicos, se dirigían a todos los rincones del mundo en busca de magos que serían llevados frente a Zureo para que éste analizara sus mentes en busca de más poder.

Como era de esperar, una forma de actuar tan agresiva llamó la atención de los reinos aledaños, que tomaron como una amenaza los intereses mágicos del nuevo Rey Hechicero de Baran, por lo que muchos grupos cazamagos enviados por Zureo perecieron al ser interceptados. Estas ofensas encolerizaron a Zureo, quien diseñó un proyecto de militarización de Baran con un objetivo expansionista que le otorgara el poder suficiente como para seguir con sus planes originales. 

En las escaramuzas iniciales, las fuerzas de Baran demostraron una superioridad inmensa, lo que obligó a varios reinos a combinar sus efectivos. En la gran batalla que se libró en la llanura de Ysvn, el ejército de Baran sufría una desventaja de cinco a uno frente a sus enemigos, pero todos los soldados de Zureo disponían de armas fortalecidas con tecnología alquímica y de elixires que aumentaban su fuerza y velocidad en combate. A pesar de ello, el combate estuvo ajustado, y los enemigos tenían a favor otras ventajas estratégicas que podrían decidir el resultado de la contienda. Todo esto llevó a que, en medio de la batalla, apareciera el propio Zureo, quien había logrado mejorar considerablemente su salud, y que barrió a la mitad de sus enemigos con sus temibles hechizos. Semejante despliegue de poder bruto hizo que todos los reinos rivales se rindieran y cedieran sus tierras a Zureo, que sería conocido a partir de entonces como «Zureo el Genocida», aunque todo aquel que propagara ese nombre perdía la lengua como castigo ejemplar, ya fuera dentro o fuera de los límites de su imperio. Ningún reino humano volvería a atreverse a enfrentarse a él.

Con sus enemigos derrotados, Zureo pudo centrarse en sus investigaciones mientras le seguían mandando magos de quien extraer conocimiento. Pronto se extendieron nuevas noticias: el Mago Emperador había logrado la inmortalidad.

Muchos se negaban a creerlo, pero el hecho de que ya no se transportasen magos a la fortaleza de Zureo parecía ser prueba de ello. En su lugar, el emperador había decretado una porhibición de la magia. Nadie salvo él podía practicar o estudiar los saberes ocultos, por lo que la caza de magos se endureció y ya no se limitaba al secuestro, sino a la ejecución inmediata. 

Como alternativa a un destino fatal, Zureo repartió unos anillos especiales que en contacto con la piel de un mago se fusionaban con ésta y sellaban sus poderes para siempre, incluida cualquier memoria relacionada con los hechizos. Existía un segundo juego de anillos que sólo sellaban las grandes artes mágicas, y que portaban aquellos magos autorizados por él mismo para llevar a cabo labores esenciales que requiriesen de magia. 

Muchos magos menores cedieron ante esta nueva política, pero aquellos con poderes medios o altos se negaron en rotundo, lo que implicó pasar por el verdugo o por el exilio. 

Pasó el tiempo, y la noticia de las ofensas hacia la comunidad mágica se propagaron por todos los continentes. La última gran herejía del tirano fue eliminar personalmente a todos los grandes magos de los que había sido discípulo, lo que llevó a una reunión extraordinaria del Consejo de Místicos. El Consejo estaba formado por los más grandes magos, y se reunían, por lo general, una vez cada cien años para tratar los temas más trascendentales a nivel global. A pesar de todos los magos a los que Zureo había robado sus recuerdos, no era consciente de la existencia de esta organización. Nunca se mezclaban en temas políticos, y la mayoría de sus miembros eran tan longevos que ni guardaban registros ni tomaban discípulos, pues ellos mismos eran su propio legado. 

Los magos miembros del Consejo estaban esparcidos por todo el mundo, algunos de ellos inmersos en viajes oníricos durante años, en las regiones más profundas del sueño, y, por tanto, inaccesibles por ningún medio convencional, lo que retrasó la reunión extraordinaria. Cuando por fin estuvieron todos sentados en la gran mesa, la discordia creció entre los más locuaces.

—Hemos demorado demasiado esta reunión— dijo Gandor, el mago rojo—. Zureo se ha fortalecido hasta extremos inimaginables, y sus delitos hace tiempo que rebasaron la barrera de lo meramente execrable.

—Dices bien, hermano —respondió con calma Cafahdenn, el decano del Consejo de Místicos, quien portaba sus ropajes amarillos en señal de la iluminación a través de la magia, venerada por todos ellos—, mas no debemos apresurarnos. Nuestra intromisión podría suponer males mayores que los de ese vil emperador. Terribles fuerzas ocultas son susceptibles de aparecer atraídas por nuestro poder, y no sólo este mundo correría riesgo, sino muchos otros.

—¡Estará de broma! —habló el rey Laddefor, quien se puso de pie con el rostro airado y una vena en la frente a punto de estallar—. Ese desgraciado ha llevado a cabo un genocidio de magos, entre ellos amigos de los aquí presentes, y ha adquirido un poder comparable al nuestro, el cual ha sido utilizado con fines militares e imperialistas. Y por si eso fuera poco, también ha logrado obtener algún tipo de inmortalidad o invulnerabilidad, pues nuestros informes indican que ya no sufre de las molestias provocadas por su irresponsable uso de la hechicería. —Miró a todos los presentes, deteniéndose durante segundos enteros en cada uno de los rostros que veía—. Señores míos, estamos ante una situación crítica, y lo que acordemos ahora decidirá el destino de nuestro mundo tal y como lo conocemos. Por el bien de todos nosotros, ruego a los dioses que nos ayuden a decidir con acierto, pues nos jugamos mucho.

Las palabras del rey, uno de los miembros más jóvenes —aunque no en apariencia— con sus ciento cincuenta y dos años recién cumplidos, calaron en sus interlocutores. Ciertamente, todos ellos temían la situación que se cernía sobre ellos, pero escuchar un discurso tan directo y sintético terminó por convencer a muchos de ellos. Todas las miradas se dirigieron al decano.

—Muy bien, entiendo tu razonamiento, y comprendo también que es el deseo de la mayoría de los presentes el iniciar acciones efectivas contra este sujeto —dijo Cafahdenn en un tono formal que hizo recordar a los más escépticos de sus detractores por qué era el líder espiritual del Consejo—. Sería absurdo caer en debates estériles cuando la decisión ya está tomada, eso dejémoselo a nuestros filósofos. Por tanto, esto es lo que haremos.

Y entonces el decano describió su plan de acción, el cual consistía en una intervención directa por parte de los cinco miembros más aptos en la magia de combate, asistidos por todos los demás en la distancia. Se debatieron brevemente algunos detalles como los lugares iniciales de la incursión en el reino de Zureo y la progresividad de la destrucción llevada a cabo como respuesta a la resistencia del tirano.

Una vez estuvieron todos de acuerdo con los detalles, dio comienzo la maniobra, sin esperar un solo minuto. Los cinco elegidos —el maestro espadachín Xaurin Kao; la dama Sarin, la mujer más bella del mundo; Lincel Vorant, el nigromante; Sven Plint, la Bestia; y Birba, la huraña—, todos ellos combatientes de élite, se teletransportaron a sus correspondientes posiciones. Gracias a la intervención del resto de magos del Consejo, lograron contrarrestar las medidas antimágicas de Zureo, por lo que los cinco se situaron a escasos kilómetros de la capital del imperio. Desde ahí, amparados por la noche y por sus propias habilidades de ocultación de la presencia, lograron infiltrarse en el territorio enemigo sin levantar sospechas hasta llegar a la fortaleza de Baran.

Sin embargo, en cuanto cruzaron el umbral del imponente edificio, Xaurin Kao, quien se había establecido como el líder de la operación, se detuvo a contemplar las paredes.

—Esta piedra… Noto en ella propiedades extrañas. —La tocó mientras cerraba los ojos, analizando su composición—. ¡Dispersaos! —exclamó de pronto, desenvainando a Vibrante, su espada mágica—. ¡Zureo ya sabe que estamos aquí!

En ese mismo instante aparecieron guardias de todas direcciones. Los cinco magos se separaron intentando desarmar a los guardias sin matarlos —pues bajo su punto de vista eran víctimas circunstanciales de Zureo—. Las espadas que entraban en contacto con Vibrante se rompían, tras lo cual Xaurin dejaba inconscientes a sus portadores con elegantes y contundentes movimientos.

La dama Sarin emitió sus radiantes ondas de luz con las que bañó a los hombres que iban a por ella, despojándoles de sus sentidos temporalmente y haciendo que cayeran al suelo, presos del horror.

Sven y Lincel avanzaron juntos por una galería lateral. Sven iba delante, arrollando a los guardias como si fueran una insignificante brisa veraniega. Mientras, Lincel se limitaba a esquivar los ataques de los enemigos y a seguir a su compañero. Las espadas y hachas se rompían al chocar contra el cuerpo indestructible de la Bestia. Al cabo de dar varias vueltas y de perderse en los laberínticos pasillos de la fortaleza, acosados por los guardias, Sven perdió la paciencia y comenzó a atravesar los muros a base de puñetazos, patadas y embestidas. 

El objetivo era llegar al punto más alto de la fortaleza, donde sabían que estaba el cuarto de investigación de Zureo. Sven y Lincel avanzaban sin mayores problemas, piso tras piso, hasta que, de pronto, un enorme aro metálico cayó del techo, en cuya circunferencia se encontraban los dos magos. Un instante después aparecieron dos hombres que portaban unos ropajes negros, con el rostro oculto y con un escudo en su pecho que mostraba a una serpiente partida por la mitad y retorciéndose de dolor: la seña de los cazamagos de Zureo.

Los magos intentaron salir del círculo, pero los cazamagos se interpusieron en su camino, atacando con agilidad y maestría en el uso de los cuchillos. Sven se protegió levantando sus portentosos brazos, y entonces notó que algo iba mal, pero antes de poder hacer nada, varios cuchillos atravesaron su piel, músculos e incluso huesos, dejándolos inertes. Los magos palidecieron ante semejante situación, pues nunca antes nadie había sido capaz de herir a Sven, cuya magia lo protegía desde pequeño ante cualquier ataque, ya fuera físico o mágico. Aquel círculo de hierro —en el que ahora veían extraños dibujos rúnicos— debía de ser el culpable, por lo que Lincel se apresuró a huir de su influencia, esquivando a su vez los cuchillos procedentes de otros cazamagos ocultos en las sombras. Cuando volvió a mirar a su compañero, éste ya había perecido y se encontraba de espaldas en el suelo. Aquella visión marcó profundamente a Lincel, quien nunca habría imaginado que su amigo Sven, el hombre más fuerte del mundo, que jamás había conocido la derrota en sus incontables años de vida, moriría de una forma tan indigna, a manos de unos simples y patéticos humanos. En ese momento abjuró de su juramento interno de no provocar más daños de los necesarios y desató su inmenso poder. Una nube de humo amarillento invadió toda la sala. Los cazamagos empezaron a toser de forma violenta e incontrolable. La sensación era tan insoportable, que algunos de ellos se rajaron el cuello, incapaces de soportar aquel picor infernal. Otros intentaron huir, buscando a tientas la salida, pero aquellos que se habían quitado la vida volvieron a levantarse a los pocos segundos, y presos de una ira propia del otro mundo, comenzaron a exterminar a sus antiguos compañeros. En apenas unos instantes, todos los hombres allí reunidos se convirtieron en esclavos de ultratumba de Lincel, y siguiendo a la nube amarillenta salieron de la estancia.

«Eso es, mis desgraciados. Extended mi voluntad por toda la fortaleza. ¡Destruid a todo aquel que conocierais en vuestra vida anterior!»

Y con esa maldición, una marabunta de muertos sedientos de sangre se extendió por toda la fortaleza. Acto seguido, Lincel se acercó a su amigo, y posando la mano derecha sobre su frente recitó algunas palabras. Entonces el cuerpo descomunal del mago caído se levantó, y sin decir nada, lanzó una mirada de infinito dolor al nigromante.

—Comprendo tu agonía, querido amigo —le dijo Lincel, derramando algunas lágrimas pero sin dejar de mirar a los ojos a Sven—. Los que volvéis del otro lado nunca habláis, pero confío en que mi magia te otorgue algo de paz al permitirte acabar tu misión.

Sven no respondió, pero Lincel interpretó en sus ojos su aquiescencia, por los que ambos retomaron su camino, rodeados por gritos de angustia y desconcierto.

Xaurin, por su parte, reconoció inmediatamente la neblina de Lincel. Lamentó que su compañero hubiera tenido que recurrir a usar sus temibles poderes con aquella pobre gente, pero decidió no pensar más en el asunto y seguir el origen de aquella magia. Sabía que él no sufriría daño alguno por exponerse a la niebla, no sólo por su resistencia a hechizos ajenos, sino por la sofisticación de la magia de Lincel, que podía distinguir entre enemigos y aliados. Cuando llegó por fin al piso superior, su alma se sumió en los más oscuros sentimientos. Frente a él se encontraban Lincel y un Sven resucitado con magia, quienes miraban inmóviles a Birba. Entre ellos se hallaba un cuerpo rubio y menudo. Se trataba de la dama Sarin, pálida e inerte desde hacía un buen rato. En su rostro se podía leer el rastro del miedo y del desconsuelo que debió de sufrir antes de su trágico final.

—¿Qué significa esto, Birba? —preguntó confuso Xaurin—. ¿Quién ha podido herir de tal gravedad a Sarin?

—¿No es evidente? —respondió Lincel al cabo de unos segundos eternos de silencio—. Esta puerca nos ha traicionado y ha matado a nuestra hermana a sangre fría y por la espalda, y en sus últimos momentos la torturó con su cháchara incesante.

—No era cháchara, querido Lincel —replicó Birba—. Tan sólo era la explicación que consideré que merecía. No guardaba rencor a Sarin, igual que no os lo guardo a vosotros, a pesar de que sois insoportables.

—Me gustaría escuchar esa explicación —dijo Xaurin, mientras se ponía en guardia con su espada en alto. Siempre era duro enfrentarse a un hermano del Consejo, pues uno de los dos acabaría muerto.

—Me alegra que estés dispuesto a escucharme. Lo cierto es que siempre he despreciado vuestro estúpido Consejo. Mi asistencia se debía a un mero instinto de supervivencia. Si estaba con vosotros y os tenía vigilados, habría menos posibilidades de que me traicionarais. Ya me había resignado a soportaros a todos durante milenios cuando di el primer paso en esta fortaleza. Zureo me habló, y yo le respondí. En apenas un suspiro intercambiamos nuestras visiones del mundo, me contó sus planes y sus aspiraciones, y yo comprendí y suscribí cada palabra. Hablamos durante siglos y me mostró su visión de la libertad, visión que ahora comparto y por la que también lucharé, al igual que él. Vuestra existencia supone un escollo en nuestro destino, así que, por favor, morid sin causar demasiados problemas.

Los otros tres magos no daban crédito a lo que oían. Xaurin no esperó más y se lanzó a cortarle el cuello a aquella traidora, pero una fuerza inmensa lo alejó de su objetivo. Una risa sonó en sus cabezas.

—Habéis llegado por fin —dijo Zureo, cuya imagen apareció de pronto frente a todos ellos—. Creo que sobran las palabras. 

Inmediatamente, Zureo provocó una terrible explosión que barrió toda la fortaleza en un instante. Los otros magos respondieron con ataques de similar envergadura. Un brutal intercambio de poderes destruyó todo a su paso. Cortes colosales, golpes de fuerza desmedida, ciclones aterradores… El despliegue mágico fue tal que pronto la ciudad de Baran quedó reducida a cenizas. El conflicto duró varios días, y sus contendientes creyeron en varios momentos que estaban a punto de perder la cordura, si no lo habían hecho ya. El dolor provocado por la magia propia y ajena rebasaba todo lo soportable por un ser humano. Los magos restantes del Consejo, que observaban el conflicto en la distancia, hicieron lo posible por contener aquel desastre, pero sus esfuerzos fueron estériles. 

Por sorprendente que fuera, al cuarto día de combate, los cinco contendientes aún seguían en pie y seguían lanzando portentosos hechizos. Sin embargo, un movimiento abrupto de Zureo detuvo a todos. Sven se desvaneció y pudrió en un instante, y de pronto, los cuatro magos guerreros del Consejo cayeron en la cuenta de que ya no podían usar más la magia. 

—¿Qué has hecho, monstruo? —increpó indignado Lincel.

—He suprimido vuestros poderes —respondió, mostrando su puño derecho cerrado, conteniendo lo que parecía un gran poder—. Me ha costado acceder a los ojos de vuestras mentes, pero por fin los he encontrado y sellado.

—No lo entiendo, Zureo —habló Birba, confusa—. ¿Por qué me has atacado a mí también?

—Sólo yo puedo ostentar el don de la libertad. Lo siento, Birba. Entiéndelo. Y ahora morid.

Zureo, suspendido en el aire sobre sus contendientes, se dispuso a dar el golpe final concentrando toda su magia restante en la mano izquierda. El gran error de Zureo fue olvidar que aquellos guerreros, antes que magos, habían sido espléndidos y sobrenaturales luchadores. Xaurin, con Vibrante convertida ahora en una espada corriente —pues también la conciencia mágica de la espada había sido sellada— salió disparado por medio de un portentoso salto hacia Zureo y le atravesó el corazón. 

Cuando Zureo fue consciente de la situación, y con su último aliento, pronunció sus palabras finales: «Ah, era esto. Desde el principio había sido esto. Por fin soy libre».