Cuando Jesús se incorporó por fin a la autopista ya eran las 8. «¡Maldición!» profirió el conductor a solas en su vehículo mientras iba sorteando los coches que se ponían en su camino. Siempre conducía a una velocidad 30 kilómetros por hora por encima de la permitida, ya que así evitaba perder puntos del carnet. Él creía firmemente que en España la velocidad máxima permitida eran 150, siempre y cuando pagaras el impuesto —multa en realidad— correspondiente. A pesar de no recibir un gran salario, lo cierto era que el tiempo le parecía un bien mucho más preciado y escaso que el dinero, por lo que una multa no suponía un gran problema.
«¡Muévete, soplapollas! ¿Es un anciano o qué? Ah, eso es, por fin se mueve. ¿Sin intermitentes? Me alegro de que vaya a adelantar a este puto subnormal» gritaba, como de costumbre, en el camino al trabajo. Nadie diría que Jesús era tan violento en el fondo. En su trabajo siempre llevaba puesta una sonrisa, y a su familia y amigos los trataba con la mayor de las delicadezas —exceptuando discusiones puntuales, como es normal—, pero en la carretera, y en alguna que otra situación, se transformaba. Ni siquiera tenía verdadera prisa, porque uno de los únicos beneficios sociales que le ofrecía su empresa era la flexibilidad horaria. No obstante, a Jesús le gustaba llegar pronto a su puesto, pero cada día le costaba más levantarse de la cama y ser puntual.
Él sabía, o al menos intuía, que su ira no era nada beneficiosa para él. Probablemente, empeoraba su conducción, y estaba seguro de que toda esa negatividad producía elementos nocivos en su cuerpo que lo iban deteriorando poco a poco. Sin duda, no era la mejor forma de empezar el día, pero Jesús no podía —ni quería— evitarlo. Se sentía muy bien cuando su conducción deportiva dejaba atrás a los lentos y a los incompetentes, y con los insultos reforzaba una sensación de dominio y control que no sentía en ningún otro ámbito de su vida. Ni siquiera le encantaba conducir. Sólo se sentía cómodo realizando los mismos trayectos de siempre. Pero aunque fueran pocos, esos trayectos se convertían en su parcela de poder, en sus dominios, y lo dotaban de confianza. Y Dios sabía que necesitaba confianza.
Mientras en su mente se alternaban las cavilaciones personales y los insultos más pueriles y desordenados, un vehículo le cortó el paso al hacer una maniobra repentina y sin intermitentes, creando una situación de peligro que duró un solo segundo, y que finalizó sin ningún tipo de percance. Pero algo se rompió en la mente de Jesús ante la temeridad y falta de respeto del conductor que casi le hace salirse de la calzada, haciendo que su sangre hirviera, que sus músculos se tensaran y que su boca —actuando de forma independiente a su cerebro— empezara a cagarse en los muertos del tipo en cuestión.
No era la primera vez que pasaba algo similar. Sin embargo, en otras ocasiones, Jesús dejaba pasar el incidente, pensando que el contrario habría cometido una equivocación involuntaria y que a él mismo le habían pasado cosas similares. Pero esta vez fue diferente, porque al cabo de un par de segundos decidió que no iba a permitir que ese desgraciado se saliera con la suya. Metiendo quinta decidió cambiar de carril y ponerse a la altura del tipo, en paralelo, y decirle que bajara la ventanilla mientras golpeaba violentamente el claxon. El hombre bajó la ventanilla, con cara soñolienta e indiferente.
—¿Qué coño quieres? —gritó.
—¿Cómo que qué coño quiero, pedazo de mierda? —le increpó Jesús, incapaz de comprender que el hombre fuera tan sumamente desagradable y engreído —. ¡Quiero que te disculpes por haber invadido mi carril!
—¿A quién llamas pedazo de mierda, hijo de puta? ¡Para ahí mismo! —respondió el otro, señalando el arcén.
—¡Pues claro que bajo! Te voy a reventar a hostias, ¡hijo de la grandísima puta!
Sin dejar de gritar de forma ininteligible, el infractor aceleró para rebasar a Jesús y colocarse en el arcén derecho. Jesús hizo lo propio, detrás del vehículo estacionado, y antes de bajar tomó aire y recapacitó. Parecía que iba a ocurrir: su primera pelea. No es que nunca hubiera sido violento, pero generalmente siempre había dado prioridad a su bienestar físico que a su ego. Por un momento, sintió verdadero terror al ver bajar al energúmeno, quien resultó ser un tipo en apariencia bastante grande. Casi decide ignorar la situación por completo y volver a la autopista para seguir con su rutina. Es lo que su mujer habría querido. Es lo que la ley exigía. Sin embargo, cuando el tipo llegó al coche de Jesús, gritando, descargó una patada contra el faro izquierdo del Dacia Duster que se había comprado apenas un par de años atrás que lo destrozó por completo.
—¡Sal ahora mismo, maricona!
Este gesto fue lo único que necesitó Jesús para convencerse de que ese cabronazo merecía una paliza. No sólo ese cabronazo, sino todos los cabronazos del mundo: su jefe, que siempre le mandaba mierdas de última hora cuando su turno estaba a punto de acabar; su suegro, que nunca estaba contento con la forma en la que Jesús hacía las cosas en su propia casa, como la forma de criar a sus hijos o la marca de los muebles que compraba; Antonio, el profesor de filosofía que tuvo en el último año del instituto, que le puteó todo lo que pudo durante ese curso. Todos esos hijos de puta aprenderían cuando machacase al pedazo de mierda que tenía frente a él. Todos ellos se encontraban transfigurados a modo de avatar en ese ser repugnante y hediondo que acaparaba los carriles de la carretera.
Sin pensarlo ni un segundo más, Jesús salió del vehículo, dispuesto a encararse al tipo, pero antes de que pudiera decir nada, su corpulento adversario ya se le había echado encima y empezaba lanzar puñetazos a diestro y siniestro. Jesús recibió todos y cada uno de los golpes iniciales. Por primera vez sintió el dolor producido por un confrontamiento físico, pero la ira que comenzó a emerger desde lo más profundo de su alma anestesió su cuerpo, que empezó a moverse de forma más ágil y violenta —a pesar de no estar habituado a hacer deporte más allá de un par de horas de bici elíptica a la semana en el gimnasio del barrio—. Pero a pesar de sus intentos, su rival era más grande y más fuerte, y probablemente más versado en el noble arte de las trifulcas callejeras. Así, aunque ya no se comía tantos golpes, Jesús no conseguía conectar la mayoría de sus puñetazos; y los que lo hacían llegaban apenas con fuerzas.
No obstante, su rabia no hacía más que aumentar, alimentada aún más con los pitidos de los vehículos que iban pasando. En vista de que su estrategia actual no estaba funcionando, una idea fugaz recorrió su mente a la velocidad del rayo. Sin mayores miramientos, se alejó del tipejo, rodeó el Duster e introdujo su cuerpo en el vehículo.
—¡Eres un puto cobarde! —gritó el tipo, creyendo que Jesús estaba tratando de huir.
Ante la ignorancia del tipo, una parte minúscula de la mente de Jesús quiso reír, pero la mayor la parte de ella estaba simplemente aterrada y excitada por lo que iba a ocurrir en los próximos instantes. El hombre llegó a la puerta del coche y agarró a Jesús de su chaqueta con la intención de lanzarlo fuera del vehículo, pero antes de que le diera tiempo a arrojarlo, Jesús se dio la vuelta y aporreó al hombre con el garrote antirrobo del coche. El golpe no tuvo la suficiente fuerza como para tumbarlo debido al espacio reducido, pero fue suficiente como para dejar confundido al tipo durante un segundo; segundo que Jesús aprovechó para asestar un segundo golpe en el rostro de su ahora víctima, y un tercero, y un cuarto… No realizó un quinto con el garrote porque para entonces el hombre ya estaba en el suelo, bañado en sangre. Pero aún no era suficiente. Con aún más violencia que antes, Jesús comenzó a patear el cuerpo inmóvil del hombre, ensañándose con sus costillas, pisoteando sus rodillas y aplastando su columna. Más tarde sería incapaz de decir cuánto tiempo estuvo castigando el cuerpo sin vida de ese pobre hombre. Lo único que recuerda es ser inmovilizado por unos agentes de la guardia civil. A partir de ahí todo se volvió borroso.
El juicio se llevó a cabo a una gran velocidad. El caso conmocionó a todo el mundo. Semejante espectáculo de violencia era inaudito, y más aún viniendo de un hombre respetable que nunca había tenido problemas con nadie.
Su mujer pidió el divorcio y uno de sus hijos no volvería a hablarle jamás. Varios compañeros de su trabajo participaron en un documental que se hizo sobre él dejando caer algunos comentarios muy desagradables: «Yo siempre supe que tenía algo raro, lo veía en su mirada» dijo Guille, su compañero de departamento y el mayor trepa de la empresa. «A veces me miraba con lujuria cuando iba al baño. Era bastante aterrador, por eso nunca me atreví a decir nada» relató la foca monje de Nancy, a la que no se acercaba un hombre por decisión propia desde 2006.
Sin embargo, y a pesar de lo que todo el mundo pensaba tras semejantes circunstancias, Jesús no tuvo ningún encontronazo en la cárcel. Su episodio visceral le dio la fama suficiente como para que nadie le molestara, y además conoció a muchas personas interesantes con experiencias vitales enriquecedoras de toda clase. En prisión comenzó a meditar y encontró la paz que siempre se le había resistido cuando sobrellevaba la vida banal del currito medio. Los rezos orientales sustituyeron a los improperios, el ejercicio físico sustituyó a la ansiedad alimentaria y el silencio mental sustituyó a la incesante ira que se escondía tras las pequeñas frustraciones del día a día.
A veces, en la penumbrosa soledad de su celda, Jesús revive esos intensos momentos de ferocidad que rompieron su rutina hace ya varios años, y en el precio que tuvo que pagar justo después. Y no se arrepiente de nada.